miércoles, 23 de mayo de 2007

Ensayos y artículos



LA GENEALOGÍA Y EL “YO FASCISMO”

Por Orlando Arroyave Á.
Universidad de Antioquia
Medellín-Colombia


Michael Walzer glosa con reproche a Foucault su lectura política que se reduce a “una política antidisciplinaria”, hecha de retórica y pose, con una veta anarquista-nihilista que no adopta un marco social que explique por qué el yo está enojado, triste, etc.; o “al menos […] que construya un nuevo marco y proponga nuevos códigos o categorías”. Foucault no toma una ni la otra, afirma, teniendo como efecto que “esa negativa, que torna tan poderosas y firmes sus genealogías, es también la catastrófica debilidad de su teoría política”.
[i]

Sin explorar los reproches varios de Walzer, examinados y radicalizados por Richard Rorty, tomaremos en consideración algunas de estas objeciones; exploraremos entonces las consecuencias, o al menos el horizonte de algunas de éstas, por llamarlas de alguna manera, emancipatorias, positivas, del trabajo genealógico de Foucault en la política y en la ética.

En el encuentro intelectual Foucault-Chomsky, el presentador del programa televisivo, le pregunta a Foucault “por qué se interesa tanto por la política, prefiriéndola, según me ha dicho, a la filosofía”. La respuesta tiene un poco de ironía y una paciencia debilitada por la pregunta:

Nunca me preocupé por la filosofía, pero ése no es el problema. Su pregunta es: ¿por qué me intereso tanto por la política? Para responder de un modo muy simple diría: ¿por qué no debería interesarme por ella? ¿Qué ceguera, qué sordera, qué densidad ideológica tendrían que pesar sobre mí para impedir que me interesase por el problema sin duda más crucial de nuestra existencia, es decir, la sociedad en la que vivimos, las relaciones económicas con las que funciona, y el sistema que define las formas habituales de relación, lo que está permitido y lo que está prohibido, que rigen normalmente nuestra conducta? La esencia de nuestra vida está hecha, en último término, por el funcionamiento político de la sociedad en la que nos encontramos. […] Lo que sería un verdadero problema sería no interesarse por la política.
[ii]


Foucault declara en esta entrevista-debate que no ha ido tan lejos como Noam Chomsky, con su “anarcosindicalismo”
[iii], y que por lo tanto no puede proponer un modelo de funcionamiento social ideal para nuestra sociedad científica o tecnológica. Siendo la tarea inmediata y urgente “incluso cuando están ocultas todas las relaciones de poder político, [apuntar a] todo aquello que actualmente controla el cuerpo social, lo oprime o lo reprime”.[iv]

El anarquista moral y político, no podría encarnar lo que Walzer propone para un “intelectual general”: “evaluación positiva del Estado liberal” y qué nos diga “cuándo el poder estatal está corrompido o se abusa sistemáticamente de él”, que denuncie lo podrido y que promueva unos “principios regulares con los cuales podríamos enderezar las cosas”.
[v]

Si todo el debate se redujese, podríamos exclamar como Rorty, que la obra de Foucault refleja las tensiones de un anarquista
[vi] y un liberal; o en palabras de Rorty, una tensión propia del “intelectual romántico que es a la vez un ciudadano de una sociedad democrática”.[vii] El anarquista (versión nietzscheana y francesa) domina al liberal (versión norteamericana y menos nietzscheana de Foucault[viii]).

Rorty percibe en esta discusión un imposible: Foucault, como pensador romántico (y “casi anarquista”) busca autoinventarse, y si bien este modelo privado puede ser plausible, llevado a la sociedad es pernicioso. Fue la tentación de Nietzsche y Heidegger: buscar en su esfera privada una contraparte pública y política.

Rorty le reprocha a Foucault no ser lo bastante “liberal” en su filosofía; una filosofía que se torna ininteligible para la cotidianidad de la plaza de mercado y los tribunales. El pragmatista comparte su antiplatonismo, mas no su concepción despectiva de las instituciones liberales.

Al darle Foucault la espalda a los “negocios públicos”, y ya distante y aislado, se inventaba a sí mismo, revindicaba más, en la tradición occidental, los prestigios del “poeta” que del “filósofo”.

Sin embargo, Rorty restituye los prestigios del filósofo sin menoscabo del poeta, y afirma que el “hombre de la autonomía”, sin preocuparse por una racionalidad con aspiraciones de “validez universal”, buscaba aminorar el sufrimiento de los demás ciudadanos; el ciudadano útil de un país democrático que luchaba por las mejoras de sus instituciones. La ironía rortiniana concluye apesadumbradamente que me “habría gustado que Foucault se acomodara más a esta definición de lo que se acomodaba en realidad”.
[ix]

Con los matices que pudiéramos dar, Rorty ofrece una imagen política de Foucault; el anarquista-poeta en lucha agonística con el ciudadano-filósofo que busca ensanchar las libertades en las sociedades liberales con sus totalitarismos cotidianos visibles o invisibles.

Para este comentario-coloquio tomaremos tres elementos que engloban lo que podemos denominar una “moral política de Foucault”, y que permitirá, si bien no resolver los reparos hechos por estos filósofos de un pensamiento que olvida “el hombre de la calle”, si explorar el uso político y ético de algunas de las afirmaciones de este pensador del poder. Para ello propondré tres formulaciones abiertas. Primero, la genealogía como instrumento de transformación ético y político. Segundo, la autoinvención como inspiración a las luchas por el reconocimiento. Y tercero, la genealogía contra los micrototalitarismos.

Podríamos afirmar, sin descartar sus fracasos filosóficos y políticos, que la genealogía foucaultiana, con sus trazos vacilantes, con sus reacomodos, con sus torpezas, con sus extravíos, tiene como objetivo alentar prácticas de libertad. El filosofo del poder, o como escribiría Matthew Stewart, en su iconoclasta historia de la filosofía
[x], “Foucault: necesitado de vigilancia y castigo”, a contramano de esta imagen panóptica y opresiva que respiraba en cada página (por el recurso de la persuasión literaria: el ejemplo que mancilla la memoria[xi]), tenía como centro de su reflexión las prácticas de libertad

¿Qué es la ética —se pregunta Foucault— sino la práctica de la libertad, la práctica reflexiva de la libertad? [Y glosa en forma aforística:] La libertad es la condición ontológica de la ética. Pero la ética es la forma reflexiva que adopta la libertad.
[xii]

La forma en que adoptó en Foucault la ética y la política (dos prácticas de libertad), fue reflexión en clave genealógica. Dejando en suspenso la formulación precedente, exploremos previamente el énfasis “negativo” de este proyecto genealógico.

Si bien Foucault insistía, casi como un conjuro, que sus análisis apuntaban a las relaciones del poder, y no por las formas negativas del poder (ley, castración, límite, etc.), no es difícil concederle la razón a sus detractores, y afirmar que a Foucault le interesaban, con preponderancia, las prácticas de dominación.

En las prácticas de dominación (“hechos” o “estados”), a contramano de las relaciones de poder las relaciones se encuentran “bloqueadas” o “fijadas” por un grupo o un individuo que impide toda reversibilidad de las relaciones de poder. También podríamos afirmar que una práctica de dominación es una relación de poder cristalizada unilateralmente.

Su historia de la locura, del castigo, de la sexualidad, de la subjetividad, de las tecnologías de sí, de la episteme moderna y su época clásica, de la subjetividad y sus tecnologías de poder en Occidente, o una parte importante de lo que somos a pesar de nuestras periferias, fue contada desde el campo de las dominaciones. Foucault luchaba en vano por remarcar que sus investigaciones se ocupaban, no de una teoría del poder, sino de una “analítica del poder”, que mostraba que el poder (“nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada”) se manifiesta en forma “positiva”, como productor de saber y verdad. En su aparente contrarrevolucionaria “hipótesis represiva de la sexualidad”, respondía a la pretensión de mostrar que el poder es ante todo positividad. Pero no dejaba a su vez de mostrar la libertad, dentro de un horizonte emancipatorio, como “libertad negativa” o, si se prefiere, una “libertad resistencial” contra núcleos condensadores de relaciones de poder o prácticas de dominación.

Esa imagen negativa del poder la dio la leyenda de las imágenes que trae Foucault en sus libros, y que se fijan, como escribe John Forrester, en la memoria del lector. Y no porque fueran inolvidables, escribe, sino porque

[…] hacen surgir la sensibilidad y no dejan que desaparezca; como imágenes se fijan en la imaginación, al igual que los argumentos abstractos de los libros sobre ellas con tanta fuerza como la que se necesita para remachar las placas de los barcos. Realmente se necesita ser demasiado puritano para desconfiar y desaprobar el poder que tienen las imágenes de Foucault.
[xiii]

Unas imágenes que resumen el argumento. Las primeras páginas de la muerte de Damiens en Vigilar y castigar; el reino panóptico de Bentham; la imagen agónica del rostro del hombre en la playa en Las palabras y las cosas, son ejemplos de ese poder literario-político de Foucault.

Estas imágenes que son parte de la cultura, y cada uno puede evocar la suya, son en su mayoría imágenes del poder como práctica de dominación. Quizá no podemos reducir a Foucault a un estratega de los micropoderes (o el “guerrero puro” de Paul Vayne) contra microdominaciones; mas quisiera subrayar el interés ético-político de este énfasis en el “pensamiento” del genealogista que se autoproclamaba nietzscheano.

Contra ese muro ciego de las dominaciones que sofocan “prácticas de libertad”, Foucault reconstruyó la genealogía. La genealogía fue el instrumento de experimentación que utilizó Foucault para disolver las microdominaciones y reconfigurar la identidad de lo que somos en este presente.

Al analizar la genealogía, Foucault funde su voz con la de Nietzsche. Siempre en el campo de las dominaciones, la genealogía pretende disolver el “rencor contra la idea de devenir”. Su tarea es “reintroducir” el devenir en todo lo que el hombre había creído inmortal en él. Nada es lo suficientemente fijo en el hombre, ni siquiera sus cuerpos, “para comprender a los otros hombres y reconocerse en ellos”.
[xiv]

No la historia que se procura, con su apoyo fuera del tiempo, una objetividad apocalíptica, sino una historia antiplatónica que disuelva con la parodia, con su “carnaval concertado”, nuestra hábitos metafísicos. Esa “historia” será efectiva en la medida en que introduzca la discontinuidad en nuestro ser. Foucault utiliza la historia como un “psicólogo nietzscheano”: la identidad es una trampa metafísica cuya cura es la genealogía.

Sin embargo advierte

No iré tan lejos como Herman Hess, quien afirma que sólo es fecunda la ‘referencia constante a la historia, al pasado y a la antigüedad’. Sin embargo la experiencia me ha enseñado que la historia de las diversas formas de racionalidad consigue mucho mejor romper nuestras certezas y nuestro dogmatismo que una crítica abstracta.
[xv]

Recordemos los tres usos del sentido histórico, propios de la genealogía, que se oponen, término a término, a tres modalidades platónicas de la historia. Primero, “el uso paródico y destructor de la realidad, que se opone al tema de la historia-reminiscencia o reconocimiento”.
[xvi] Segundo, el uso sacrificial y destructor de la verdad que se opone a la historia conocimiento. Tercero, y que quiero resaltar, el uso disociativo y destructor de la identidad que se opone a la historia-continuidad o tradición.

De paso podemos indicar que ese antiplatonismo fiero y nietzscheano de Foucault es atemperado en algo por el genealogista, que compendia, en pocas páginas, y al final de su vida, su trayectoria y perspectiva en sus investigaciones.
[xvii]

En esa autosíntesis de su proyecto, Foucault afirma que la “arqueología del saber” no apunta a cualquier “juego de verdad” sino “sobre aquellos en lo que el propio sujeto se plantea como objeto de saber posible; cuáles son los procesos de subjetivación y de objetivación que hacen que el sujeto pueda llegar a ser, en tanto que sujeto, objeto de conocimiento”. No la constitución de una historia de un “conocimiento psicológico”, sino “cómo se han formado juegos diversos de verdad a través de los cuales el sujeto ha llegado a ser objeto de conocimiento”.

Para su proyecto final (“el estudio de la constitución del sujeto como objeto para sí mismo”), Foucault propone tres reglas para este tipo de trabajo.

Primero, evitar, dentro de lo posible, los universales antropológicos. Este proyecto de “escepticismo sistemático”, ante los universales antropológicos, no significa que de entrada, y en bloque, se rechacen, “sino que no hay que admitir nada de tal orden que no resulte rigurosamente indispensable”.
[xviii] Volvemos así a las viejas desconfianzas de los “humanismos” que hacen valer derechos, privilegios o naturaleza, “como verdad inmediata e intemporal del sujeto.” Ese rechazo es metodológico o funcional: examen de las prácticas concretas en que el sujeto “se constituye en la inmanencia de un dominio de conocimiento.”

Segundo, rechazar el recurso filosófico de un sujeto constituyente; lo que no conduce en consecuencia a la inexistencia de un “sujeto”, sino que lo que aparece, y se busca hacer “aparecer [son] los procesos peculiares de una experiencia en la que el sujeto y el objeto ‘se forman y se transforman’”, y donde no cesan de modificarse el uno en relación al otro, y estos a su vez no dejan de modificar el campo de la experiencia misma.
[xix]

Y tercero, analizar las “prácticas”, “entendidas, a la vez como modo de obrar y de pensar, que dan la clave de inteligibilidad para la constitución correlativa del sujeto y el objeto”.
[xx]

A través de estas prácticas podemos estudiar los modos de objetivación del sujeto, y las relaciones de poder que están en juego. No el poder desde su origen, sus principios o límites, sino los procedimientos y técnicas que utilizan los diferentes contextos institucionales para actuar sobre el comportamiento individual o grupal, y así “formar, dirigir o modificar su manera de conducirse”.

Estas relaciones de poder caracterizan la manera en que los hombres son gobernados unos por otros. Este análisis muestra cómo, por medio de formas de gobierno, es objetivado el alienado, el enfermo, el criminal, etc. Advierte Foucault, sin embargo que este análisis “no pretende decir que el abuso de tal o cual poder ha hecho locos, enfermos, criminales, allí donde no había nada de eso, sino que las formas diversas y particulares de ‘gobierno’ de los individuos han sido determinados en los diferentes modos de objetivación del sujeto”.
[xxi]

Puede observarse la coherencia, metodológica y ética-política, aunque fuese retrospectiva, de lo que podemos llamar vagamente como el proyecto genealógico de Foucault. La intensidad crítica de Foucault (él mismo pone a su investigación dentro de una historia crítica del pensamiento occidental) tiene como objetivo disolver nuestros hábitos identitarios. Allí donde la cultura dice “somos”, el genealogista explora, interroga, se apoya en la historia, así como el buen filósofo en los médicos del alma.

Esta crítica

[…] será genealógica en el sentido de que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer, sino que extraerá de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos la posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos. [Esta crítica] busca relanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad.
[xxii]

Asumida así la genealogía es “terapéutica” en múltiples direcciones; tomemos dos. Por un lado, dentro del plano de la investigación percibe “los accidentes, las desviaciones ínfimas [...], los errores, los fallos de apreciación”, descubriendo que “en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos no están en absoluto la verdad ni el ser, sino la exterioridad del accidente.”
[xxiii] Esa forma “terapéutica” de la genealogía muestra que siempre podemos ser otro en lo que actuamos, pensamos o experimentamos.

La genealogía así pensada presta una utilidad práctica. Interroga lo que somos en el presente, lo que hace que seamos críticos con la “ontología” de lo que somos. Esta historia crítica es así un instrumento negativo de disección en cuanto no parte del presupuesto del origen, de una teoría total, de ningún humanismo (“todo lo que en la civilización occidental restringe el deseo de poder”), sino que pretende explorar genealogizando eso que conforma nuestra identidad (lo normal-anormal; el sujeto sexuado que dice la verdad de lo que es en su sexualidad misma; la locura y sus formas históricas, etc.).

Por otro lado, la genealogía, y es el caso de Foucault, es una empresa personal. No ha de extrañarse entonces que Foucault afirmara en una ocasión que sus libros han sido siempre sus problemas personales con la locura, con las prisiones, con la sexualidad. Cada uno de sus libros, afirmó, hacían parte de su biografía.

Podríamos tomar esa afirmación y explorar, como lo hace uno de sus biógrafos, James Miller, la relación entre los motivos más personales y secretos de Foucault, y buscar esas huellas experienciales en cada libro. Pero nuestra afirmación es más modesta. Foucault tomó sus libros como experiencias compartidas.

Una experiencia es, por supuesto, algo que se vive solo; pero no puede tener su efecto completo a menos que el individuo se pueda escapar de la subjetividad pura, de modo tal que otros puedan, no diría exactamente reexperimentarlas, sino al menos cruzarse en el camino con ellas, o seguir sus huellas.
[xxiv]

Él ejemplifica esta experiencia inconmensurable-conmensurable con su libro sobre las prisiones, producto de varios años de trabajo en grupos sobre o contra las prisiones. Esta investigación histórica no fue tomada como tal, sino que sus lectores se sintieron concernidos. Sus lectores se sintieron interpelados; algo de ese libro histórico me concernía en mi identidad contemporánea.

Muchos guardianes, trabajadores sociales, etc., afirma Foucault, se sentían “paralizados”, puesto que no podían seguir realizando su actividad. Foucault confiesa que se sentía complacido por esta reacción.
[xxv] El libro ha sido leído como una experiencia que nos modifica, que nos impide ser lo que éramos, o tener la misma relación con las cosas o con los demás. Contra el libro-verdad o el libro-demostración, el libro-experiencia juega con los límites de lo que somos.

El uso de documentos, afirmará a raíz de su trabajo sobre las prisiones, y aplicable a la mayoría de sus trabajos, tiene para Foucault la finalidad, de constatar una verdad, sino de dar cuenta de una experiencia que autorice una alteración, una transformación de la relación que tenemos con nosotros mismos y lo que nos rodea. Una experiencia que nos ofrezca ciertos mecanismos inteligibles de las relaciones de poder y las prácticas dominación, para llegar a separarnos de ellos, percibiéndolos de otra manera.

Alguna vez se le preguntó a Foucault la relación entre su filosofía y las artes en general. Él respondió:

[…] La verdad, odio decirlo, pero es cierto, que no soy realmente un buen académico. Para mí, el trabajo intelectual, está relacionado con lo que se podría denominar esteticismo, en el sentido de transformación individual. Creo que mi verdadero problema es esta extraña relación entre conocimiento, el academicismo, la teoría y la historia real. […] [Y agrega] No estoy interesado en el nivel académico de lo que hago, porque siempre he estado dedicado a mi propia transformación. […] Esta transformación de uno mismo por el propio conocimiento es, en mi opinión, algo cercano a la experiencia estética.
[xxvi]

Volvemos así al “anarquista” que reclama los prestigios del poeta, de “desenfrenada elegancia radical”, como adjetivara Rorty a este pensador que se consideraba a sí mismo dentro del “pensamiento crítico” en Occidente. Esta transformación de uno mismo por el propio conocimiento es una experiencia estética, de ascesis, de transformación.

Aquí no se da una ética agonística propia de una tradición de la ascesis de la renuncia, sino una ética agonística de una tradición dionisiaca. Palabras como transgresión, límites, multiplicidad de subjetividades, desasimiento… es el lenguaje de la invocación para romper las fronteras frágiles de lo que percibimos como identidad.

En una entrevista a los inicios de los 80, Foucault contrapone su “concepto” de experiencia a la experiencia fenomenológica (“manera de organizar la mirada reflexiva sobre cualquier aspecto de la experiencia diaria, vivida en su forma transitoria, para entender su significado”
[xxvii]). “Nietzsche, Bataille y Blanchot —afirma— trataban de alcanzar a través de la experiencia ese punto de la vida que se encuentra lo más cerca posible de la imposibilidad de vivir, en el límite, el extremo”.[xxviii]

La fenomenología interpreta la significación de la experiencia diaria para reafirmar el carácter fundamental del “sujeto, del yo, de sus funciones trascendentales”. La experiencia otra, dice Foucault, “tiene la tarea de desgarrar al sujeto de sí mismo”, de manera que sea “completamente ‘otro’”, llegando a su aniquilación, a su disociación, a ese empeño en la desobjetivación.

Y a modo de síntesis viene la confesión: “Y no importa cuán aburridos o eruditos hayan resultado mis libros, esa lección me ha permitido siempre concebirlos como experiencias directas, para ‘desgarrarme’ de mí mismo, para impedirme ser siempre el mismo”.
[xxix]

Esa idea fascinó a Foucault: cómo llegar a ser ‘otro’; qué procedimientos, qué prácticas son necesarias para transformar lo que somos. Como buen heredero de una tradición occidental recurrió a un “método” o un procedimiento general para esa empresa

Para Alexander Nehamas, Foucault se interesaba en su trabajo por el cuidado de sí, no para descubrir en ese proceso quién es uno realmente sino para inventar e improvisar quién puede ser uno.
[xxx]

El sujeto-forma se contrapone al sujeto-sustancia. La genealogía se ha puesto en marcha como máquina de guerra contra ese sujeto-sustancia. El guerrero se pone en pie. Se enfurece, con cierta satisfacción, con ese “impertinente ‘dormirse en los laureles’ o ‘pagarse de sí mismo”.
[xxxi]

Su preocupación última por la subjetividad (la experiencia de sí en un juego de verdad en el que el sujeto tiene relación consigo) y las técnicas de sí, no busca sólo a desentrañar la genealogía de la subjetividad y algunas operaciones que posibilitan una transformación para alcanzar un estado de felicidad, de sabiduría, de perfección o de inmortalidad, sino que la genealogía pluraliza las experiencias subjetivas y muestra que siempre es posible inventar una técnica para esa transformación de lo que somos, o sospechamos vagamente que somos.
[xxxii]

Alexander Nehamas, en su libro El arte de vivir, afirma que Foucault con su proyecto último participaba de una tradición en filosofía occidental, “cambiar las personas en forma individual.”
[xxxiii]

Se señala así el carácter múltiple de la subjetividad, la transitoriedad de nuestras experiencias fundantes, el carácter hipotético de los que somos. Una crítica de lo que somos es a la vez un análisis histórico de los límites que se nos han establecido y la prueba de su franqueamiento posible. La genealogía es así un experimento-juego de lo que somos.

Pero no podemos olvidar el mercado y los tribunales. O si se prefiere, el nosotros. Ya el crítico marxista Alex Callinicos reprochaba a Foucault ese esteticismo democrático, que no era el de Nietzsche, y que consistía en una invitación, a cada uno de nosotros, a “convertir […] [la] vida en una obra de arte”. Para Callinicos esta invitación es una afrenta.

Invitar al portero de un hospital en Birmingham, a un mecánico de Sao Paolo, a un funcionario del bienestar social en Chicago o a un niño de la calle de Bombay a hacer de su vida una obra de arte sería un insulto, a menos de que esta invitación estuviese vinculada, precisamente, con una estrategia de cambio social que rechaza el postestructuralismo.
[xxxiv]

Si bien Foucault invitaba a crear nuevas relaciones, nuevos modos de vida, nuevos modos de la política, no estoy seguro que la “existencia como una obra de arte” se presentara como una ética deseable para la actualidad, o en todo caso, no era, por fin, la olvidada propuesta de Foucault sobre la ética. El sabio a su redil.

El elemento subversivo de la genealogía es otro. Mas modesto. La lucha contra el fascismo. O si prefieren, contra las microdominaciones. El juego unilateral del saber-verdad bloquea la emergencia o movimiento de otros juegos de las fuerzas, de las estrategias, de las tácticas, etc. Este instrumento crítico, que tiene como recurso la historia, busca pluralizar los juegos en las relaciones de poder.

El espíritu romántico del genealogista esteticista se niega —y en eso es siempre consecuente Foucault— a ofrecer una teoría prescriptiva política y ética general; concibe, alejándose de las tentaciones proféticas de los intelectuales, que la gente pueda elaborar “su propia ética [“si por ética se entiende la relación con uno mismo al actuar”] tomando como punto de partida el análisis histórico, sociológico” que puedan proporcionar los que “tratan de interpretar la verdad”.
[xxxv] Pero él, el “analítico” del poder, no se autoriza a proporcionar principios éticos o sugerencias prácticas dentro de sus investigaciones.

Eso no significa que olvidara el “nosotros”. Volvemos al mercado y a los tribunales. A la política. Digamos que como escritor, Foucault era un utopista. No es que propusiera un paraíso sin micro o macro fascismos. El rey sigue perdiendo la cabeza ahora bajo la cuchilla de la genealogía: “En el pensamiento y en el análisis político, aún no se ha guillotinado el rey”.
[xxxvi]

Y volvemos a la utopía: al nosotros. ¿Pero de que “nosotros” hablaba Foucault con sus reyes sin cabeza? Su proyecto político no se sitúa en un grupo específico (si bien la genealogía ha alentado las luchas por el reconocimiento de grupos marginados) o comunidades específicas. Para Foucault es más bien

[…] justamente saber si, en efecto, es en el interior de un ‘nosotros’ donde conviene ponerse para hacer valer los principios que se reconocen y los valores que se aceptan, o si no es preciso, […] hacer posible la formación futura de un ‘nosotros’. [El “nosotros” no es previo a la cuestión]. No puede ser sino el resultado —y el resultado necesariamente provisional— de la cuestión tal como se plantea en los términos nuevos en que se plantea
[xxxvii].

David Halperin, en su regocijante San Foucault, resume uno de los objetivos propuestos en el Grupo de la Información sobre las Prisiones, que refleja una posición ético-política de Foucault. El grupo tenía como objetivo democratizar la distribución de la información promoviendo la emergencia de nuevos circuitos de saber y poder, para generar redistribuciones o modos plurales de la autoridad, y modificar, así, las situaciones estratégicas de los gobernantes y gobernados.

Y Halperin resume la propuesta casi con una bandera: “El blanco de la lucha era la autonomía popular más que la victoria revolucionaria; su propósito, favorecer la autodeterminación más que acceder al poder estatal.”
[xxxviii]

Foucault no negaba la importancia de las prácticas de liberación (los movimientos de descolonización, los movimientos por la lucha por el reconocimiento), sino que consideraba que después de la liberación es necesario consolidar las prácticas de libertad, que a continuación serán necesarias para que ese pueblo, esa sociedad y esos individuos puedan definir formas válidas y aceptables tanto de su existencia como de la sociedad política.
[xxxix]

Y ofrece un problema que ha trabajado: la sexualidad. No basta decir liberémonos; el problema sería definir las prácticas de libertad mediante las cuáles se pudiera decir lo que es “el placer sexual, las relaciones eróticas, amorosas y pasionales con los otros.”

Foucault utopista alienta así una genealogía que pluralice o desintegre nuestros hábitos representacionales. La genealogía nos hace extraños a nosotros mismos.

Rorty ya le había reprochado a este “intelectual romántico”, que buscara la “autosuperación” y la “autoinvención”; este empeño plausible para un individuo es desdeñable para un colectivo. Este proyecto conduce a lo peor; a las utopías totalitarias de Hitler y Mao, escribe el pragmatista de la democracia norteamericana.

No sé si malentiendo los argumentos de Rorty, pero los cambios de la Constitución que rige un país, la ampliación del marco de los derechos para minorías o grupos de exclusión, las revueltas sociales, podrían tomarse, como hipótesis, formas que utiliza una sociedad para “autosuperarse” o “autoinventarse”; no es exclusivo de los individuos en sus ejercicios románticos de la metamorfosis subjetiva.

Como fuera, el proyecto ético-político de Foucault consistiría entonces en pluralizar las imágenes de lo que somos por medio de imágenes extraídas de nuestra arqueología (el sujeto-verdad), la genealogía (sujeto-poder) y las prácticas propias de los ejercicios de poder o de gobierno de sí.

Para concluir, quisiera corregir en algo lo planteado hasta el momento. He instrumentalizado, quizá hasta mimetizar a Foucault con su método; en estas líneas finales quiero mitigar este efecto. Para ello propongo un “ideario mínima” que subyace en el proyecto de Foucault, y que podemos llamar, tomando su prólogo al El Anti-Edipo en su versión inglesa, aparecido en 1977, que describe la tarea propuesta por Deleuze y Guattari, como “una introducción a la vida no fascista”.

Esta propuesta de “vida buena”, aplicable a la obra misma de Foucault, es el intento utópico, de promover con genealogía o sin ella, una “una vida no fascista”.

Advierte Foucault que no podemos tomar el El Anti-Edipo como una teoría totalizante y consoladora. No hay una filosofía. Es más un arte. Como el “arte erótica”. Con sus nociones, en apariencia abstractas, aporta respuestas a preguntas concretas. No pregunta el por qué sino el cómo. De los tres adversarios que debe enfrentar este libro, señalemos el tercero: el fascismo (los otros dos son: “los burócratas de las revolución y los funcionarios de la Verdad”; y los “lastimeros técnicos del deseo”
[xl]).

No se trata del fascismo de Hitler y Mussolini, sino del nuestro, en nuestras cabezas y cotidianidades, que nos hace “amar el poder, amar incluso aquello que nos somete y nos explota”. El Anti-Edipo es un libro de ética, escribe Foucault.

Un libro de ética y política que se pregunta —quizá en apariencia retórica— cómo hacer para no devenir fascista incluso cuando (sobre todo cuando) uno cree ser militante revolucionario; o cómo liberar a nuestros discursos, nuestros actos, nuestros corazones, nuestros placeres del fascismo; o cómo desalojar el fascismo que se ha incrustado en nuestro comportamiento.
[xli]

Rindiéndole un “modesto homenaje” a Francisco de Sales, quien publicó en el siglo XVI, Introducción a la vida devota (Introduction à la vie dévote), Foucault propone El Anti-Edipo como un arte de vivir, como una “introducción de la vida no fascista”; de este manual o guía se desprenden algunos principios esenciales.

Foucault, con un humor de profeta sentencioso, enuncia unos principios que van desde “liberar la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante”, pasando por “utilizar la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como un multiplicador de las formas y de los dominios de intervención de la acción política”, hasta invitar al abandono de las viejas categorías de lo negativo (la ley, el límite, la castración, etc.), la militancia triste o el enamoramiento del poder.
[xlii]

Estos principios, que dan horizonte a este “ideario mínimo” del genealogista, pueden ser completados por la respuesta que daba Foucault a la pregunta cómo concibe lo que hace:

[El estratega, y poco importa que fuera un político, un historiador, un revolucionario, un partidario del sha, del ayatolá, afirma] “qué importa tal muerte, tal grito, tal sublevación con relación a la gran necesidad de conjunto y qué me importa en cambio tal principio general en la situación particular en la que estamos”
[xliii].

La “moral teórica” de Foucault es inversa. Es antiestratégica.

Ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigente tan pronto como el poder transgrede lo universal. Elección sencilla, penosa labor, pues es preciso a la vez acechar, un poco por debajo de la historia, lo que la rompe y la agita, y vigilar un poco por detrás [en arrière] de la política, sobre lo que debe incondicionalmente limitarla. Después de todo, ése es mi trabajo: no soy ni el primero ni el único en hacerlo. Pero yo lo he escogido.
[xliv]
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Conferencia leída en el IV Coloquio Internacional Michel Foucault (Natal-Brasil). 19 de abril de 2007.


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Notas bibliográficas y comentarios

[i] WALZER, Michael. “La política de Michel Foucault”. En: COUZENS, David (compilador) traducción de Antonio Bonano. Foucault. Buenos Aires: Nueva Visión, 1986. p. 78.
[ii] FOUCAULT, Michel. “Naturaleza humana: justicia contra poder”, traducción de Miguel Morey, Barcelona: Paidós, 1999. p. 81 y 83.
En francés “De la nature humaine: justice contre pouvoir”. En: Dits et écrits. Paris: Quarto Gallimard, 2001. p. 1339-1380.
[iii] En este diálogo con Foucault, Chomsky define su anarcosindicalismo como un “sistema federado, un sistema descentralizado de asociaciones libres que incorpora instituciones económicas y sociales”. Chomsky aboga por una clase social, “la obrera”. Por una lógica histórico-racional del poder, “los obreros” serán el prototipo de todas las emancipaciones.
[iv] WALZER, Michael. op. cit. p. 83
[v] RORTY, Richard. “Identidad, moral y autonomía privada”. En: Michel Foucault, filósofo. traducción de Alberto Luis Bixio. Barcelona: Gedisa editorial, 1999. p. 73 y 78. Rorty se ocupa en este artículo de los argumentos propuesto por Walzer.
[vi] Rorty afirma que ese anarquismo de Foucault es el “resultado desdichado de un intento mal orientado de considerar una sociedad que sería, respecto de su pasado histórico, tan libre como el intelectual romántico espera serlo respecto de su pasado privado”. (p. 326). Rorty considera poco procedentes los objetivos “románticos” buscados por Foucault, de autoinventarse y autosuperarse, llevados a la sociedad. Las propuestas de un “nuevo tipo de hombre” tienen como consecuencia las fantasías totalitarias de Hitler o Mao, concluye.
De paso podemos nombrar a ese “hombre nuevo” de Nietzsche, y que Heidegger, en su seminario ¿Qué significa pensar?, caracteriza: “El superhombre va más allá del hombre cual sido hasta ahora y que, por esto, es el último hombre […] el hombre es una transición; es un puente; es ‘una cuerda tendida entre el animal y el superhombre’”. Para Heidegger, cuando Nietzsche pretende “ir más allá del hombre tal como ha sido hasta el presente”, “no quiere revolucionar nada, sino solamente reparar algo”. “El camino del ir-más-allá del hombre”, y que Nietzsche concibe como el superhombre, no apunta a una superdimensión del mismo hombre; el “superhombre”, afirma Heidegger, “no exagera simplemente hasta el exceso y lo desmedido los instintos y los afanes de la especie humana tal como ha sido hasta el presente”. Por el contrario, “precisamente queda caduco lo desmedido, lo mero cuantitativo, la continuidad impertérrita del progreso”. “El superhombre es más pobre, más simple, más tierno y más duro, más silencioso y sacrificado, más lento en sus decisiones y más parco en su hablar”. (“Sexta lección”, traducción de Haraldo Kahnemann. Buenos Aires: Editorial Nova, 1964).
[vii] RORTY, Richard. op. cit. p. 323.
[viii] Intuyo que igual reproche le hace Didier Eribon a James Miller, por su lectura nietzscheana y norteamericana de Foucault. Para este debate ver: ERIBON, Didier. “Capítulo 1, ‘Filosofía y homosexualidad’ En: Michel Foucault y sus contemporáneos, traducción de Viviana Ackerman. Buenos Aires: Nueva Visión, 1995.
El trabajo de James Miller es riesgoso, pero no deja de iluminar de otra manera a Foucault. Él lo examina desde el énfasis en la experiencia-límite para la transformación subjetiva. Para una recreación de esta conjetura de Miller, ver capítulo 8, “La voluntad de saber” de su libro La pasión de Michel Foucault. Barcelona: Andrés Bello, 1996.
Foucault menos severo que sus discípulos dijo alguna vez: “Si alguien piensa que mi trabajo no puede interpretarse sin hacer referencia a tal o cual parte de mi vida, acepto considerar la sugerencia. Y me dispongo a contestar, si estoy de acuerdo. Pero como mi vida privada es intrascendente, no tiene sentido hacer un secreto de ella. Por ese mismo motivo, puede no ser provechosa su publicación.” FOUCAULT, Michel. El yo minimalista y otras conversaciones. Selección y traducción Gregorio Kaminsky. Buenos Aires: La Marca, 2003, p. 100.
[ix] RORTY, Richard. op. cit. p. 329.
[x] STEWART, Matthew. La verdad sobre todo (The Truth About Everything), traducción de Pablo Hermida Lazcano y Pablo de Lora Deltoro España: Punto de Lectura, 2002.
Stewart en su catártico y divertido manual de historia de la filosofía, hace referencias negativas sobre Foucault, de quien, afirma, no servirá sino para “los anticuarios”. Otras expresiones del mismo tenor en este libro sobre Foucault: “historiador mediocre”, “filósofo ramplón”, “fantasioso del poder, aunque interesante y entretenido”, entre otras expresiones.
[xi] FORRESTER, John. Seducciones del psicoanálisis, Freud, Lacan (The Seductions of Psychoanalysis). Versión en español. México: FDCE, 1997. p. 343.
[xii] FOUCAULT, Michel. “L´ethique du soici de soi comme pratique de la liberté”. En: Dits et écrits II. Paris: Quarto Gallimard, 2001. p. 1530-1531.
[xiii] FORRESTER, John. op. cit. p. 343.
[xiv] FOUCAULT, Michel. Nietzsche, la généalogie, l’histoire. En: Dits et écrits I. Paris: Quarto Gallimard, 2001. p. 1015.
[xv] FOUCAULT, Michel. Omnes et singulatim. En: La vida de los hombres infames, traducción por Julia Varela y Fernando Álvarez Uría. Madrid: La Piqueta, 1990. p. 303. En la versión francesa Dits et écrits II. p. 979.
[xvi] FOUCAULT, Michel. Nietzsche, la généalogie, l’histoire. op. cit. p. 1020.
[xvii] Foucault escribió para el Diccionario de los filósofos (Dictionnaire des philosophes), una semblanza de su pensamiento, con el nombre de “Maurice Florence” (MF). La nota fue publicada en 1984. Dits et écrits II. p. 1450-1455.
[xviii] Ibíd., p. 1453.
[xix] Ídem.
[xx] Ibíd., pp. 1453-1454.
[xxi] Ibíd., p. 1453.
[xxii] FOUCAULT, Michel. “¿Qué es la Ilustración?” En: Estética, ética y hermenéutica, traducción Ángel Gabilondo. Barcelona: Paidós. 1999. p. 348. En la versión francesa Dits et écrits II, p. 1393.
[xxiii] FOUCAULT, Michel. Nietzsche, la généalogie, l’histoire. op. cit. p. 1009.
[xxiv] FOUCAULT, Michel. El yo minimalista y otras conversaciones. op. cit. p. 17.
[xxv] Ídem.
[xxvi] Ibíd., p. 97.
[xxvii] Ibíd., p. 11.
[xxviii] Ibíd., pp. 11-12.
[xxix] Ídem.
[xxx] Para un examen sobre la sabiduría en la obra de Foucault, según Nehamas, ver: “Un destino para la razón de Sócrates: Foucault y el cuidado de sí”. En: El arte de vivir [The Art of Living. Socratic Reflections from Plato to Foucault]. España. Pre-Textos, 2005.
[xxxi] NIETZSCHE citado por Alexander Nehamas En: Nietzsche, la vida como literatura. México. Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 226.
[xxxii] Una de esas técnicas es el dispositivo psicoanalítico. Para un acercamiento plausible ver Dispositivo psicoanalítico, una técnica de sí. Una exploración desde la obra de Michel Foucault, de Gabriel Jaime Saldarriaga. Trabajo monográfico para obtener el título de psicólogo. Universidad de Antioquia (Medellín-Colombia), 2004. Una versión de este trabajo se puede consultar en www.genealogiapsicologia.blogspot.com
[xxxiii] NEHAMAS, Alexander, El arte de vivir, traducción de Jorge Brioso, España. Pre-Textos, 2005. p. 254.
[xxxiv] CALLINICOS, Alex. Contra el posmodernismo, traducción de Magdalena Holguín. Colombia: El Áncora Editores, 1993. p. 177.
[xxxv] FOUCAULT, Michel. El yo minimalista y otras conversaciones. op. cit. p. 99.
[xxxvi] FOUCAULT, Michel. Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber, traducción de Ulises Guiñazú. México: SXXI editores, 2000. p. 108.
[xxxvii] FOUCAULT, Michel citado por HALPERIN, David. En: San Foucault, traducido por Mariano Serrichio. Buenos Aires: Ediciones Literales, 2004. p. 76.
[xxxviii] Ibíd., p. 78.
[xxxix] FOUCAULT, Michel. “L’éthique du souci de soi comme pratique de la liberté”. op. cit. p. 1529.
[xl] FOUCAULT, Michel. “Préface”. En: Dits et ecrits II “, Paris: Quarto Gallimard, 2001. p.134.
Los primeros son los “ascetas políticos, los militantes sombríos [morosos], los terroristas de teoría, aquellos que quieren preservar el orden puro de la política y de los discursos políticos”. Los segundos son los “psicoanalistas y los semiólogos que inscriben cada signo y cada síntoma, y que quisiesen reducir la organización múltiple del deseo a la ley binaria de la estructura y de la falta [manque]”.
[xli] Ibíd., p.135.
[xlii] Podemos destacar de estos principios el que nombraríamos como “sexto”, y que resume el “ideario mínimo” del genealogista: “No exijas de la política que restablezca los ‘derechos’ del individuo tal como la filosofía los ha definido. El individuo es el producto del poder. Lo que se requiere es ‘desindividualizar’ [désindividualiser] por la multiplicación y el desplazamiento de las diferentes disposiciones. El grupo no debe ser el vínculo orgánico que une a los individuos jerarquizados, sino un constante generador de ‘desindividualización [désindivualisation]’. Dits et ecrits II “, Paris: Quarto Gallimard, 2001. pp. 135-136.
[xliii] FOUCAULT, Michel. “¿Es inútil sublevarse?”. En: Estética, ética y hermenéutica, traducción de Ángel Gabilondo. Barcelona: Paidós, 1999. p. 206-207. En la versión francesa Dits et ecrits II p. 794.
[xliv] Ídem.