
Hagamos una pregunta que solemos temer: ¿Tiene futuro la psicología? Dar una respuesta negativa puede conducir al desaliento: después de todo apostar por un saber que tiene sus días contados conduce a la pregunta por los límites y necesidades de éste saber, lo que conduce, a su vez, a la interrogación por mi identidad. No juguemos a la profecía, y examinemos con cuidado las perspectivas futuras.
Hoy a pesar de nuestras ilusiones y narcisismos somos más conscientes de la finitud de toda empresa humana, lo que no impide su valoración. Sin embargo debemos obrar éticamente, como propone Borges, para quien: “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena”[i].
A pesar de todo aún pensamos que una ciencia o saber, para ser verdaderos, deben ser eternos, que todo saber que construimos debe sobrevivir a todas las épocas y a todas las culturas. Apostamos a lo eterno, aunque públicamente lo desestimemos.
Ahora bien, ¿sobrevivirá la psicología a los nuevos avances teóricos, tecnológicos o culturales? ¿Se transformará la psicología con estos cambios? No sabemos en el presente si la psicología sobrevivirá tal y como la concebimos. Independiente de su futuro, podríamos, sin embargo, indicar un camino de ese futuro de la psicología, sea que sobreviva o no, como disciplina autónoma o que se fusione con otros saberes.
Mientras esto acontece debemos buscar que la psicología se aproxime a los nuevos enfoques de la ciencia sin olvidar sus límites y propuestas.
Primeramente debemos esclarecer qué entendemos por Tercera Cultura; posteriormente indicaremos por qué la psicología debe adoptar o dejarse interpelar por este movimiento científico.
Antes hagamos una aclaración de seguridad: la Tercera Cultura no es la Nueva Era o un movimiento esotérico que tanto anima al hombre contemporáneo, y que algunos psicólogos encarnan en estos tiempos de ocaso de los ideales, pues quizá —debo escribir con prudencia— les permite preservar sus proyecciones inconscientes. Además podemos darle otro nombre; podemos llamarle Tercera Cultura, Nueva Ciencia u otro nombre que se quiera; poco importa. Utilizaremos este nombre, ya que existen referentes que lo nombran así, mas debemos insistir que podemos nombrar de otra manera este movimiento intelectual.
El término Tercera Cultura fue acuñado por C. P. Snow, y retomado por John Brockman, quien la define como una “nueva filosofía natural, fundada en la comprensión de la importancia de la complejidad, de la evolución”. Esta nueva filosofía, contraria a la vieja filosofía, se opone a la oscuridad tradicional del pensamiento occidental, que afirma que “ser oscuro y poco accesible es un toque de distinción y contribuye a aumentar la reputación de uno”. La antigua filosofía es profunda y dolorosa, culpógena y oscura. La Tercera Cultura ama, en cambio, la claridad; pretende con su reflexión hacer partícipe a todo el público, experto o no, de los últimos hallazgos tecnológicos, teóricos y prácticos de la ciencia.
Esta nueva concepción del pensamiento está de acuerdo con el postulado de Foucault, quien afirmó en una entrevista: “No me gusta la oscuridad, porque considero que la oscuridad [en el pensamiento] es una forma del despotismo”[ii].
Al aprendiz de las ciencias sociales y humanas se le enseña, como en el Medioevo a responder a esta pregunta: “Diga qué es la nada y dé tres ejemplos”.
Otra diferencia entre esta propuesta de científicos preocupados por la ciencia contemporánea es que busca difundir en forma dialógica sus hallazgos especulativos o sus comprobaciones empíricas.
Uno de los presupuestos básicos de la ciencia debería ser la exposición clara de sus presupuestos, para poder difundir o confrontar sus postulados. Las ciencias sociales y humanas, paradójicamente, desdeñan el diálogo y la confrontación racional. Aman las escuelas que se defienden de sus dogmas o principios a través de un solipsismo o autismo teórico o práctico. Se piensa más en la diferencia que las proximidades. En palabras de Brockman: “las humanidades se han convertido en un ejercicio de lectura y escritura. Ya no hay diálogo. Los humanistas se sientan en su casa o en su despacho y se dedican a construir frases y párrafos; no se hablan unos a otros”. En las ciencias sociales y humanas hay demasiada confianza en la autoridad intelectual, su alineamiento es de capilla, lo que conduce a la cerrazón en el pensamiento. Es una nueva forma de religión que no se atreve a nombrar su parentesco.
Otra diferencia y no marginal: la Tercera Cultura no desprecia las llamadas ciencias duras, con su fruto más modificador e interesante: la tecnología. Los pensadores, científicos y formadores de las ciencias sociales y humanas sienten un desprecio acendrado por la tecnología y la ciencia. Conciben que tanto la una como la otra son enemigas del hombre. Es tradición entre los humanistas el odio a las ciencias duras (que podemos nombrar como las ciencias de la vida y las ciencias de la materia) y la tecnología. Un odio que se manifiesta en el mayor de los desdenes del intelecto: la ignorancia consciente, esto es, la idea que no es necesario pesquisar en ese conocimiento, que es factible despreciar o denunciar el poder cosificante de la Internet, por traer un ejemplo, sin conocerlo o usarlo.
Para John Brockman, la Tercera Cultura es un movimiento tecnocientífico y humanístico, que no concibe la ciencia en oposición a lo humanístico como piensa la mayoría de los pensadores de las ciencias sociales y humanas. La mayoría de los pensadores humanísticos se adhieren a Gadamer cuando afirma que la racionalidad “es una infección del progreso industrial, comercial y tecnológico” o que “la tecnología continuará siendo una amenaza grande para la humanidad” y que sólo la religión y la filosofía logrará ponerle límites[iii].
La Tercera Cultura es el movimiento de científicos que promueve una nueva concepción de la ciencia y que involucra al humanismo, o bien un nuevo humanismo. Este nuevo humanismo, no desdeña el espíritu, deja atrás las tendencias melodramáticas, los histrionismos propios de una cultura que concibe al hombre como ser sagrado, o como objeto mistérico, transido de culpa.
Tradicionalmente las ciencias sociales y humanas oscilan entre el objetivismo ingenuo al neo-romanticismo paranoico sobre el fin del hombre y la Tierra; el primero, trata de excluir el sujeto de la ciencia, y desprecia otras formas de saber como la historia, el arte, el mito y la religión; el segundo, de mayor presencia en la esfera social-humanística, asume la contemporaneidad negándola, esto es, se creen de vanguardia cuando sus teorías son refritos del primer movimiento romántico que nace contra el movimiento de la Ilustración. Un ejemplo de ello es la actitud de los pensadores de las ciencias sociales y humanas frente a fenómenos como el genoma humano, la clonación, la ingeniería genética o las nuevas tecnología, etc.; deshumanización o patologización del hombre, cosificación o muerte de lo humano, son algunas de las formas de nombrar a estos avances o hallazgos científicos. La ciencia así concebida es desalmada, ha robado o destruido el alma que animaba el mundo o la naturaleza; el hombre sería para esta concepción un depredador que se apoya en la ciencia para destruir a sus congéneres, a las demás criaturas vivientes o al mundo mismo.
Nosotros, autoproclamados humanistas, pertenecemos todavía a la primera cultura, a la de los intelectuales custodios del hombre, y que consideran a éste como sagrado y ajeno a la naturaleza. Su defensa es la Humanidad, con mayúscula como es de uso en esta corriente. Este movimiento tiene como objetivo defender al hombre de los embates de la ciencia, y sus pretensiones homogenizadoras y cosificantes.
Enunciemos, aunque sea brevemente, la forma tradicional de la primera cultura de abordar lo humano. En ésta persisten dos corrientes: la racionalista y la romántica; la primera invoca la razón como pivote de lo humano, la segunda, se opone al racionalismo pero invoca una sustancia mística o sagrada del hombre. Tanto una como otra suelen buscar una esencia humana, que se diluye.
La segunda cultura, que también hay que olvidar, es la corriente cientificista ortodoxa, propia del positivismo ingenuo, que concibe otros saberes u otras formas de enfrentar la pregunta de lo humano como falaz. Es despectiva e ingenua, desconociendo el variado espectro de lo humano, en nombre de la reducción. Su ingenuidad –principalmente en psicología- se puede resumir en: (a) creer en “la medición y la enumeración por sí misma”; (b) la idea ingenua de que los hechos son antes que las ideas; y (c) la creencia en la eficacia de las fórmulas estadísticas, y sobre todo si estos datos han sido procesados por un computador [iv].
Ahora bien, ¿cómo orientarnos desde las nuevas perspectivas científicas, para superar la primera y segunda cultura? Partamos de la noción de hombre para esta nueva cultura.
Aún los antirracionalistas están atrapados en los viejos modelos, aquel que concibe el universo como una colección de objetos. Mientras los positivistas consideran al hombre como un objeto de la naturaleza, los llamados humanistas, asumen que el hombre es alma; a pesar del desplazamiento la vía es igual: el hombre es un objeto. En suma, mientras la ciencia clásica concibe al hombre como un objeto de investigación, los opuestos a este modelo invocan al alma, convirtiéndola en un objeto misterioso. Tanto uno como otro conciben el mundo compuestos de objetos, sean éstos observados o no. Para una nueva concepción de la psicología, o lo que ella fuera en el futuro, el hombre no es un objeto, es un proceso, es para decirlo con el psiquiatra mejicano José Luis Díaz, cuando reflexiona sobre el ser o el yo:
¿No será acaso —pregunta— esto un efecto del lenguaje o de la perspectiva que tome? En todo caso lo que define al ser como tal no es la sustancia de la que está hecho, pero tampoco, creo yo, un espíritu fijo. Lo que define como tal es el hecho de estar constituido por un mismo proceso. Es, como la música, unidad, en efecto, pero una unidad en el tiempo. Somos, con el resto del mundo, un devenir, un proceso en evolución que se enriquece, se conforma,tiene un pasado y una proyección dirigida, se transforma y que, inexorablemente,se disipa”[v]
El hombre es visto así como un proceso que deviene, es decir, que está atravesado por la temporalidad. Todo es uno con modalidades, con manifestaciones múltiples. No estamos invocando el uno de una única razón, o el uno de una fusión del hombre con la naturaleza, como si el hombre hubiera estado alguna vez por fuera de la misma.
Aquí introducimos un primer elemento propio de lo que definimos como una nueva psicología, más allá de una escuela: introducción de la temporalidad, muerte de todas las categorías de la metafísica.
La pasión por las esencias, propias de la filosofía, se ha trasladado a la psicología, y cada escuela busca afanosamente una forma de atrapar al hombre en una intemporalidad. Todavía buscamos esencias, a pesar que hemos comprendido que el universo no es estático, ¿cómo podría serlo el hombre?
La psicología debe abandonar de una vez por todas los sueños de la metafísica, la enfermedad platónica de una esencia humana, a lo sumo puede rastrear, en un marco de posibilidades, que hasta el momento ha marcado lo humano, pero no negar el cambio. La concepción de patología o enfermedad mental proviene de esta concepción estática de lo humano. Ni siquiera —si hemos de radicalizar esta lectura— lo biológico humano es estático.
La psicología debe asumirse en un devenir. Debe renunciar a una idea estática del hombre. Por lo tanto, sin abandonar lo universal como condiciones de posibilidad, debe clarificar la historicidad de sus nociones y concepciones. Si se quiere, para decirlo nietzscheana o foucaultianamente, esta debe genealogizar sus conceptos, sus objetos, sus herramientas y concepciones.
Esto tiene consecuencias, que perturban y alarman. Debemos introducir el marco de la inestabilidad propia de la condición humana, pero a la vez nos conduce a pesar que el hombre puede ser otra cosa de lo pensado hasta el momento.
Pero si el hombre es devenir, también es devenir como otros procesos del universo, y debe por tanto enmarcarse en la evolución; no hay nada por fuera de la evolución. Esto no significa que no exista la libertad (o queramos por el momento abandonar por ello esta ilusión), mas es una libertad dentro de los linderos del juego del universo. Soñamos estar por fuera de la naturaleza. Los humanistas nos han dicho una y otra vez que el hombre no es naturaleza. La ingenuidad de este postulado es sorprendente; el hombre es concebido así como un ser antinatural, una aberración de la naturaleza, alguien que ha hecho ruptura con la naturaleza. Se olvida que nada existe por fuera de la naturaleza, ni sobre ni por debajo de ésta; en palabras de Mary Bateson: “Nuestra especie es una entre muchas, parte de la naturaleza, con antepasados y parientes identificables, moldeada por la selección natural hasta lograr el patrón de adaptación, que depende para su supervivencia de las ventajas que le confieren su adaptabilidad y su capacidad de aprendizaje”[vi].
Repitámoslo, nuestra especie es una entre otras de la naturaleza. Sin desconocer sus peculiaridades, debemos reconocernos dentro de sus límites. Esto ha tenido consecuencias, los humanistas de viejo cuño parten de una falsa premisa: que el hombre con sus inventos se aparta de la naturaleza. Los artefactos conceptuales e instrumentales, ¿por qué no pensarlos dentro del marco de la evolución? ¿Por qué consideramos que aceptar este postulado es rebajar al hombre?
En suma, la psicología debe enmarcarse en el proyecto de la evolución, entender la emergencia del símbolo, la cultura, los procesos cognitivos, y otras nociones propias de la psicología, dentro del marco de la evolución. Ya hay trabajos que se enmarcan en este proyecto. Nombro tres autores que hacen una apuesta para comprender los conceptos tradicionales de la psicología en el marco de la evolución de la especie humana: Steven Mithen, Daniel Dennett, Nicholas Humphrey.
Para este logro se requiere del contacto con otras disciplinas como la arqueología, la paleontología, e incluso la especulación razonada, sopesada, de la ciencia cognitiva.
La psicología además debe dejarse interpelar por las llamadas ciencias de la vida y la materia, y habituarse, sin hacer extrapolaciones abusivas, de conceptos como complejidad, aleatoriedad, caos, sistemas adaptativos complejos, emergencia, entre otros, que permitan dar luces sobre lo humano, eso sí, reiteramos, evitando la cháchara y esnobismo tan propio de estos tiempos, en que utilizar estos conceptos da un aire de contemporaneidad a disciplinas como las ciencias sociales y humanas que se ha quedado sin aliento para nombrar nuestro tiempo y lo que somos (si algo podemos decir que somos).
Por último —y con ello mezclo síntesis con anhelo—, creo que la psicología no debe olvidar su dimensión ética, su propuesta, o si se prefiere las distintas opciones sobre la concepción del hombre.
La diversidad de concepciones en psicología no creo que sean sólo producto de posiciones epistemológicas, también éticas. Señalo al paso dos formas de abordar clásicamente, en la clínica, la ética desde la psicología: la primera postula un deber ser del hombre; la segunda posibilita que cada individuo se asuma, sin otra propuesta que ofrecer para que el individuo construya su propio estar en el mundo.
Esto conduce, y aquí nombro la vertiente clínica de la psicología, a poder distinguir qué es enfermedad cuando hablamos de tal, y qué es simplemente problemas de la existencia o relacionales. Para ello requerimos los avances o hallazgos de la ciencia. Esto no implica que si algún día descubriéramos los componentes orgánicos comprometidos en lo que denominamos enfermedad mental, no se pudiera ofrecer un lugar para la palabra y la escucha.
Para finalizar, quiero declarar una esperanza más que una perspectiva razonable –aunque en el fondo toda esperanza es una perspectiva optimista de ver cumplido un deseo-, y es la despatologización de la psicología, incluso del psicoanálisis. Pero ese sería otra charla y otro espacio, quizás para otros encuentros.
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Notas
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[i] Jorge Luís Borges. Obras Completas. Emecé Editorial: Buenos Aires. 20 edición. 1994.
[ii] Michel Foucault. Estética, ética y hermenéutica. Paidós. Barcelona. 1999. Pág. 147
[iii] El Colombiano 23/julio/2000
[iv] Peter Medawar. El extraño caso de los ratones moteados. Drakontos. Barcelona.1997. pág. 148
[v] José Luís Díaz. El ábaco, la lira y la rosa. Fondo de cultura económica. México. 1997.
[vi] Mary Bateson. Así son las cosas. Pág. 25.
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